La obra de Federico Kenis, artista y guitarrista de Anticasper, es un viaje psicodélico a través de imágenes que invitan a experiencias sensoriales.
Las escasas personas que podemos encontrar en la obra de Federico Kenis están de espaldas o con la cara tapada por una toalla.
Es un primer indicio para entender que Kenis anhela la pureza absoluta y es un auténtico idealista. Aquello que delate presencia humana preferentemente será ocultado o, en última instancia, reconstruido y reformulado.
En uno de sus trabajos audiovisuales, el videoclip del tema Fucsia, disco El Templo Sudoku, banda Telescopios, todo es forma, textura y magia lisérgica. Pero cuando los integrantes de la banda finalmente aparecen, lo hacen como renders tridimensionales flotando en una galaxia. Es decir, no aparecen ni como personas ni como abstracciones.
La carne siempre connotará imperfección, y al trabajo de Kenis debemos abordarlo como una cápsula de belleza para refugiarnos de la hostilidad terrenal.
Menos teoría, más LSD
Su obra es un viaje psicodélico que va dejando atrás formas y colores para mostrarnos más formas y colores, de manera incesante como el viaje sideral de 2001, Odisea en el Espacio. Este vértigo logra algo muy valioso: debilitar el concepto e imponer un orden sensorial.
Ante una imagen de Kenis no hace falta pensar, sólo dejarse envolver. Nunca hay juegos teóricos pero siempre hay juegos, de esos que exigen placer e intuición. No casualmente Kenis es autodidacta. El bagaje académico está ausente en su discurso, funciona en él la curiosidad, el descubrimiento constante.
“Hice un clic cuando vi una peli de Basquiat”, confiesa. “Pinto poco, pero me di cuenta de que con un pincel se plasma otra intención; tengo ganas de escaparme al campo y ponerme a pintar”, expresa con la mirada perdida. “Veo esa imagen con un soporte improvisado y me dan ganas de pensar otras formas de instalación”, comenta, señalando el desconcertante armazón de fierros que sostiene una de sus obras.
La búsqueda ansiosa de estímulos está latente en sus expresiones, en su hablar disperso, de inteligencia práctica y sin ornamentos innecesarios. Cuando explica alguna de sus imágenes, nos impacta su sentido común; Kenis aporta datos que de tan evidentes se pasan por alto.
Venerar la herramienta
“Techné” es una palabra griega que tiene una doble acepción: arte y tecnología. Para los griegos, implicaba el reconocimiento de que todo arte requiere de una herramienta ejecutora.
Kenis al respecto comenta algo crucial: “Trabajo con softwares que me imponen ciertos efectos, que me los dejan picando. Tengo que cuidar que eso no se coma mi creatividad, estar atento para que el medio no tome el control”.
La reflexión es valiosa: el arte digital de Kenis usa texturas, brillos y transparencias que asociamos con protectores de pantalla o visualizaciones de ondas en reproductores de música. Sin embargo, lo que genera una distinción inmediata es el empleo ingenioso de estos preseteos. Conjugación novedosa, además del entrecruce con otros lenguajes como la fotografía, el audiovisual y el pincel.
El trabajo de Kenis puede clasificarse como arte digital, pero en él también incide el collage y la intersección de otros lenguajes. Incluso para llegar a la digitalización, Kenis debe valerse de un dibujo hecho con su propio trazo, o de una foto gatillada para la ocasión, que luego filtrará con programas de computadora, borrándole sus orígenes, dándole un aura irreal, un impermeable que la proteja del mundo terrestre.
La compleja escultura cóncava que plasma una de sus imágenes, por ejemplo, tiene su génesis en un dibujo hecho sobre una hoja cuadriculada, que a modo de guiño colocó en el margen inferior derecho.
Kenis jamás reniega de sus herramientas y las acepta con fascinación. Sus reiterativas esferas claramente son esferas hechas por computadora. Abundan los paisajes extraterrestres, los objetos fantásticos e imposibles, o a veces simples resplandores. En varias de sus obras deconstruye el proceso, delatando los vectores y los fondos transparentes de los gráficos.
No son abstracciones, Kenis recurre a objetos de fuerte carga generacional, como un Sonic, unos auriculares aislantes, cámaras webs, barrefondos de pileta o íconos de multinacionales.
En definitiva, no sólo se reconcilia con sus herramientas: también se acomoda en su momento histórico.
Alquimia del nuevo Milenio
Kenis es un alquimista que transforma lo empírico en sensación etérea. Del barro crea luz, pulcritud y sinestesia.
Como guitarrista de la banda Anticasper, su conexión con la música resulta consecuente. Tocando su instrumento, Kenis siente una inclinación por los semitonos, y pone como ejemplo la destreza de Kevin Shields de la banda My Bloody Valentine.
Lo interesante es que los semitonos están íntimamente ligados al uso del color: sobre fondos grises, las figuras de Kenis emergen estridentes pero al mismo tiempo no saturadas. Extraña combinación, aunque consciente, explicada del siguiente modo: “El gris es algo negro que podría estar iluminado o algo blanco que podría estar oscuro, es un neutro que confunde el ojo. Cuando tengo un gris, la elección de los colores funciona por descarte, porque el gris no te habilita colores chillones”.
En el degradé de los colores, como en el uso de los semitonos, Kenis llega a climas sutiles y le escapa al impacto. Estamos ante un expresionista aséptico, prudente y mental.
Un joven que con su energía logra una templanza convincente, una caricia que, aun bajo el imperio de lo digital, nos endulza cada terminación del sistema nervioso.
¿Cuál es la sexualidad de tu obra? No estoy seguro, pero por las curvaturas tiende a lo femenino.
¿Una droga para tus imágenes? El sol. Capaz que algo de ácido, pero más el sol.
¿En qué época y lugar te gustaría vivir? En los ’90, en Londres, con la edad que tengo ahora.
¿Cómo suponés que se siente el mundo en estado de coma? Sería horrible percibir un mundo que me esté perdiendo.
Conocé más en: kenis.tumblr.com
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