PDF: Un día de verano en una casa abierta

por Nicolás Guglielmone

Una casa. Casi vacía. Puertas y ventanas abiertas. La casa está inundada de luz. Emana un calor sofocante. Es verano. Una brisa fresca pasa por la puerta que da al este. Se apoya en los marcos de las  ventanas, en los muebles, rebota cálida contra las paredes. La brisa pasa por arriba de los útiles tirados.  Crayones, reglas, lápices de colores. La alfombra está tapizada de papeles con dibujos infantiles –vacas  y perros deformes, un sol gigante y verde, la misma casa en la que estamos. En la cocina, un cigarrillo se  consume, y atrae el aire. La brisa rodea el cigarrillo apoyado en el cenicero. Un gorrión picotea las  sobras sobre el mantel. La brisita se entretiene sobrevolando todo. Se escuchan chapoteos. Un silbido.  Una pava hierve sobre una hornalla –al mínimo– y apura el recorrido del aire a través de las cortinas, a  través de un marco verde oxidado y despintado de la ventana. El vapor que sale de la pava empuja el  aire como en un remolino perezoso, en cámara lenta. Caen algunas hojas desde la canaleta tapada. El  vapor sube, cae hacia lo alto. La casa abierta en verano se achica. El techo, la antena, una pileta, la cochera, el  camino de ripio. Se ve un arroyo, un molino, vacas. Una ruta, un montecito, el cementerio. La brisa se  mezcla con otras corrientes de aire. De algún modo, ya no es la misma brisa que atravesó la casa abierta. 

¿Sintió la brisa el rubor tibio de la gotita de sangre en la taza de juguete? ¿O el té enfriándose a  la sombra del árbol? ¿Sintió la hondura leve de la reposera? ¿Sintió la canilla del baño cerrarse, el par de manos secarse entre sí? ¿O cómo las manos se posaron como dos cuervos sobre el saco de gabardina  colgado en la silla? ¿Sintió el olor de los restos de jabón atrapados en las uñas? ¿Llegó a la brisa el calor  repentino del motor de la camioneta mientras se alejaba de la casa por el caminito que bordea la pileta?  

Más tarde, parte de lo que fue la brisa volvió a la casa. Atraída por el fuego. Pasó rozando por la  superficie de la pileta. Pasó sobre los charcos con forma de pasos, desde la pileta hacia la casa. Pasó  sobre los flotaflotas y las toallas tiradas en el pasto. Atravesó el árbol y tumbó la taza de té, tumbó una reposera. Pasó por el marco que era verde de la ventana de la cocina. Cortinas chamuscadas. Sintió el  núcleo negro de la pava derretida sobre la hornalla. Sintió los restos de la pava sobre el piso y las paredes de la cocina. La casa expulsó a la brisa al romperse el vidrio del baño. Al salir despedida, la  brisa se desperdigó en todas direcciones; se desarmó en mil pedazos, en partes tan diminutas que en  conjunto, la hacían más grande y ocupar todos los puntos posibles de la escena. Rodeaba la casa en  llamas, gravitaba alrededor del fuego. Ladridos. Rodeó el cuello transpirado de un niño apoyado en una  bici. Pasó entre el pelaje de perros mantonegro, tristes y alterados. El ripio alrededor de la casa sube de  temperatura. Parte del aire se sustrajo hacia otra fuente de calor, más enérgica y concisa. El ripio  tiembla. El motor de una camioneta. La brisa siente las manos que giran la llave. Un momento de calma  compuesto entre los calores de la casa, del niño, los perros, el motor de la camioneta y del hombre en la  camioneta. El aire de la brisa se sostiene entre todos estos puntos, atraída, como hipnotizada por el  conjunto. Suspendida por todo, entre todo. El hombre acciona un encendedor. Rompe la calma, como  una toz justo antes del movimiento final de una sinfonía. El fueguito de un cigarrillo reclama una  porción del aire. La mano sostiene el cigarrillo. La mano con olor a gabardina, jabón y alquitrán. La  mano que acaricia una media sonrisa.  

Una parte del aire empieza a caer de nuevo hacia arriba justo en el momento de las sirenas. Las  luces del camión de bomberos. Humo, vapor. Las luces del camino al cementerio. Un resto de sol entre  las nubes. Una parte de la casa cede. Ladridos. Los bomberos. Los restos de una casa. Verano. Y otra  vez todo de nuevo. 


Nicolás Guglielmone (Sante Fe, 1990)

Comenzó a estudiar dibujo, escritura e improvisación musical de modo asistemático e ininterrumpido desde que su abuela paterna regó la alfombra de su casa con fibras y hojas en blanco, una tarde de 1995 en Sunchales. Sus maestros son sus amigos y otros humanos con los que se comunica por WhatsApp o YouTube. Estudió Diseño gráfico y Letras Modernas en la ciudad Córdoba, en la que reside desde 2008. Trabaja como músico, corrector literario y tatuador. Hasta la fecha no ganó ningún premio ni publicó nada.


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