Dejame que te explique una muy buena manera de categorizar los libros, que es la mía. Bastante sencilla, pero requiere de cierto desarrollo. Están, por un lado los libros comunes y silvestres, aquellos que pueden o no ser buenos, que pueden emocionarnos o gestar bostezos en nuestros rostros, y ésos a los que queremos tirar por idiotas, o por el mero placer de lanzar por el aire algo despreciable. Esos serían los libros.
Por otro lado están las naves. Hay muchas culturas en las cuales a las naves se las llama “clásicos”, pero esto no es así en mi sistema de categorización, puesto que las naves pueden estar mucho más allá de los “clásicos” y muchos de los “clásicos” no se acercan, ni remotamente, a una nave. Una nave es un artilugio impactante, que llega a tu cabeza y no podés librarte más de ella; una joya creativa que puede ser grande o chica, pero que tiene todo lo necesario para obnubilarte, y transformarse en una parte constitutiva de tu persona.
Una salvedad en cuanto a las naves: pueden no ser consideradas naves por todos, y ésta es una de las características que las alejan de los llamados “clásicos”, que tienen ese regusto de intocable por el que las naves no están interesadas. Los “clásicos” vienen acompañados por una corte de protectores académicos e históricos que las naves no necesitan. Las naves se defienden solas, todo está dentro de ellas, y ellas pueden llegar a serlo todo.
Para no atorar con la disgresión, trataré de mostrar un ejemplo de lo que yo considero una nave, en este caso una nave de nuestro continente nacida en Colombia. Hablo de El ruido de las cosas al caer, una de las últimas obras de Juan Gabriel Vásquez, escritor bogotano que con menos de cuarenta años ya supo crear un par de novelas muy valoradas, una colección de relatos, una recopilación de ensayos y una pequeña biografía de Joseph Conrad. Todas creaciones que lo acreditan como un escritor de esos que van en serio, que toman a la literatura como un constituyente vital y no como un accesorio pasajero que oscila entre cercanías y lejanías según la temporada del año. Un laburante literario, y encima uno genial. Su tercera novela, la nave que trato de exponer ahora, obtuvo el Premio Alfaguara 2011.
Lindo laurel, sí. Pero todos sabemos que con ellos no basta para deslumbrar a los lectores. Lo que deslumbra en estas páginas es el engaño mediante el cual Vásquez pretende contar una historia sencillísima pero que esconde una complejidad estructural tan sabia que atrapa y -a la vez- que se desvanece. El escenario de esta engañosa sencillez se monta a través de la voz de Antonio Yammara, abogado bogotano que narra su vida en la convulsionada ciudad. Por medio de sus palabras, de la reconstrucción de una serie de largos episodios, Antonio irá recordando la manera en que conoció, superficialmente primero y en profundidad más tarde –demasiado tarde, lamento anticipar–, a Ricardo Laverde, el otro gran paladín de esta historia.
Una casa de billares en la que se dan cita personajes grises y silenciosos será el lugar en el que Antonio conocerá a ese viejo piloto de aviones venido a menos, cuyo destino trágico signará los años venideros del narrador. Porque Laverde muere, ese no es un secreto que valga la pena ocultar acá, y su fallecimiento trastocará la vida de Yammara de maneras impensadas. La reconstrucción biográfica de Laverde surge entonces como una necesidad imposible de evadir, para saber qué motivó el cruel método con el que lo asesinaron –dos balazos desde una moto– e hirieron de gravedad a nuestro relator. La bala que acabó con la vida de su amigo más reciente será el punto de partida de las averiguaciones de un turbado Antonio, que estancado por un estrés postraumático insuperable, encontrará, en la pesquisa sobre ese destino baleado, una vía de escape para su desequilibrado presente.
A partir de este punto podemos sentir que avanzamos en un objeto que no puede llamarse sólo libro, porque comienza a desplegarse, mediante una evocación sencilla, la historia de las generaciones de jóvenes colombianos que crecieron en las tumultuosas décadas del 70 y del 80, cuando el blanco negocio de Pablo Escobar cobró sesgos imperiales, y los bombardeos y los asesinatos selectivos comenzaron a formar parte del anecdotario cotidiano de Bogotá y toda Colombia. Estos jóvenes bien pueden reflejarse en Antonio, pero también en Maya Fritts, hija de Laverde, quien también busca reconstruir la vida del escurridizo piloto asesinado. Ella le entregará a Antonio los documentos con los cuales intentará armar el atrapante e intrincado rompecabezas que para entonces es Laverde.
“Uno puede acceder a mucha información relacionada con la historia de un país, se pueden encontrar sucesos políticos y acontecimientos sociales en los archivos de los periódicos: las fechas, los lugares, los actores principales; incluso ahora, con YouTube, se pueden ver los hechos registrados con sólo hacer un click; pero es mucho más difícil acceder a la realidad sentimental de esos hechos: para eso está la novela”, expresó Vásquez hablando sobre El ruido de las cosas al caer. Y para eso, entre muchas otras cosas, está esta novela: para acceder a esa realidad que se le escapa a los libros de Historia y a los videos online. Es la historia sentimental de esos años complejos y difíciles de olvidar, que queda retratada en los sollozos nocturnos de Maya, en las dudas irresueltas de Antonio, y en el destino trunco de Laverde y casi todos los personajes que pueblan estas páginas.
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Vásquez no es uno de esos autores que escribe bello; Vásquez escribe con limpieza, con economía, y transmite soltura y sabiduría desde su prosa; Vásquez escribe aterradoramente bien, con esa simpleza tan difícil de conseguir y que es tan lejana. Tanto, que engaña y parece querer escaparse de nuestra vista, como una nave que huye a toda velocidad.
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